lunes, noviembre 03, 2008

Bomba fétida

¡Qué precioso día de Navidad! Tal como se esperaba, aquel día no nevó. A sus trece años habría estado bien pasarse el día haciendo muñecos de nieve, lanzarse en trineo por las pendientes del parque y enzarzarse en inocentes guerras de bolas de nieve con los demás chicos del barrio; pero al final las previsiones fueron acertadas y aquel día de Navidad no cayó un solo copo de nieve. Él también había hecho sus previsiones, si llegado el momento no podía hacer todo aquello, se pasaría el día asustando a las chavalas del barrio lanzándoles algunos petardos.
Se afanó en su tarea y se lo pasó de muerte. Muchas se asustaban con un brinco y le insultaban a continuación, provocando en él cierta satisfacción maliciosa por la travesura que acababa de hacer. Otras, en cambio, pese al susto inicial, le correspondían con sonrisas y coqueteos; en tales casos la situación demandaba un acercamiento estratégico para estrechar lazos con las hijas de sus vecinos. Satisfacción, siempre satisfacción.
La mañana llegaba a su fin, debía regresar a casa para la hora de la comida, pero en su camino se topó con un premio inesperado. Aquel grupo de chicas con gorritos y guantes de lana rosa no le caía nada bien, más de una vez se habían metido con él por su forma de ser y en clase había acabado teniendo problemas con los profesores por culpa de ellas; bien, pues ahora disfrutaría de una dulce y maloliente venganza. De su bolsillo sacó una pequeña cajita, de ésta su pequeña joya; una estupenda bomba fétida heredada directamente de las pertenencias de su abuelo. Se acercó a ellas y la hizo estallar con fuerza contra el suelo… ¡Qué fracaso! De nuevo tendría que soportar las burlas de aquellas jovencitas; había pasado tanto tiempo desde que la adquirió su abuelo que su efecto no se dejó notar, una nota amarga en un día perfecto.
Durante la comida empezó a sentirse mal, la cabeza le dolía bastante y no descartaban que tuviese fiebre. Un par de horas más tarde los dolores se extendieron por todo el cuero, pero donde más los sentía era en el cuello, los brazos y las piernas. Cuando llegaron al hospital, su cuerpo ya presentaba oscuras manchas en su piel. Le llevaron a una sala de aislamiento, o eso le habían dicho, porque cuando llegaron aquel lugar estaba lleno de personas con sus mismos síntomas. Entre ellas distinguió a una de aquellas chicas que tanto se habían mofado de él, agonizaba entre escalofríos y espasmos de dolor. Vio como seguía llegando gente y recordó como sus padres habían empezado también a encontrarse mal mientras le llevaban al hospital; entonces se dio cuenta de que iba a morir.
Pensó en su abuelo, aquel médico conocido por todos por erradicar varias enfermedades, y se preguntó horrorizado si después de todo “Peste” no era lo mismo que “Fétida”.

Micro mini cuentos anteriores:

Yo me intento bajar en la próxima, ¿y usted?
El buen escritor
Combustión espontánea
Con vistas al lago
Los buenos ilusionistas se cuentan con los dedos de una mano
El relicario
Palomas
Sueño recurrente
El siervo del Diablo

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