viernes, octubre 31, 2008

El siervo del Diablo

La noche era fría, pero eso no le impediría recorrer las calles de aquel barrio marginal; sabía bien lo que buscaba y aquel lugar era perfecto. Vio algunos posibles candidatos, pero los testigos son molestos y aquellas calles estaban repletas de vida; vida en condiciones infrahumanas, pero vida al fin y al cabo. Decidió probar en el metro, bien entrada la noche poca gente habría en él, pero seguro que algún indigente se protegía allí del frío; una situación que rondaba la perfección. La suciedad y el abandono que mostraba aquella estación constituían un fiel reflejo del barrio en que se encontraba. Tras un primer vistazo localizó a un hombre tumbado en uno de los bancos de piedra, tenía una chaqueta roída cubriéndole a modo de manta, y entre sus brazos descansaba, al igual que él, una botella casi vacía de vino; indudablemente aquella botella no sería de marca. Esperó a que el siguiente tren despejase el andén de posibles mirones, entonces se acercó y se puso en cuclillas hasta quedar cara a cara con él. El indigente sintió algo raro, abrió uno de sus ojos somnolientos y dio un respingo; aquel desconocido se encontraba demasiado cerca. El hombre le habló con voz tranquilizadora, no era su intención asustarle, ni mucho menos. Le comentó que pertenecía a un programa de ayudas a necesitados auspiciado por la Parroquia de Santa Cecilia del distrito centro, y que él, por su apariencia, parecía cumplir bastante bien los requisitos necesarios para beneficiarse de tal programa. Una vez rota la desconfianza inicial, hablaron durante un buen rato mientras los trenes no dejaban de pasar; ya no importaba que le viesen, ahora parecían dos viejos amigos en animosa conversación. El indigente parecía encantado, puede que más que con la propuesta por el hecho de poder hablar un rato con alguien, algo que saltaba a la vista no disfrutaba con frecuencia. Quiso celebrarlo invitándole a un trago de su vino barato, y por no levantar la desconfianza ni ofender al pobre hombre, se vio obligado a aceptar. Le apuntó la dirección de la parroquia donde deberían verse al día siguiente, se estrecharon la mano con una sonrisa, y se levantó. Una cosa más antes de irme, comentó. Le quitó la botella, agarró ésta por el cuello, la rompió contra la papelera cercana y saltó como un poseso para clavársela en las tripas al pobre indigente, retorciéndola con placer extremo entre los alaridos de éste. Los gritos de dolor resonaban en toda la estación, pero a la vez ocultaban una horrible sensación de satisfacción. Su sangre disuelta en aquel vino había surtido el efecto deseado, ahora había un buen hombre menos, y un asesino más en las calles… Su amo se sentirá orgulloso de él.

Micro mini cuentos anteriores:

Yo me intento bajar en la próxima, ¿y usted?
El buen escritor
Combustión espontánea
Con vistas al lago
Los buenos ilusionistas se cuentan con los dedos de una mano
El relicario
Palomas
Sueño recurrente

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